Enero es un mes en el que frío se apodera de los rincones más profundos de las ciudades. Un mes donde los árboles tiritan, helados por una estación, el invierno, que azota con virulencia los cimientos más profundos de la humanidad. Un mes donde dar un paseo por las calles es poco más que lanzarte a los desconocido, a la oscuridad temprana, al rocío que te penetra por todas las partes de tu cuerpo sin saber como ponerle freno, y que al final se apodera de ti, obligándote a desandar lo caminado, siguiendo tus huellas de la ida, camuflándolas con las de la vuelta. Nieve que decora las azoteas de los edificios, hielo que cuelga de los balcones de las casa, en cuyo interior, la mirada dulce de un niño, se calienta a la lumbres de una chimenea, esperando que los brazos de su padre o de su madre, le den el calor que no puede la candela.
En Sevilla, enero es especial. Cuando los días se alargan, los sueños empiezan a poblar la mente de las personas. Sueños que se van mezclando con el termómetro de la ciudad que marca como cada cosa tiene su sitio, su momento y como todo sucede cuando debe. Mejora la alegría de un centro donde dar un paseo es como disfrutar de las alabanzas de la historia a la sociedad. La luz penetrante que se despide por el Aljarafe, se va haciendo más fuerte, poco a poco, a pasitos cortos, día tras día, hasta que la cima de la misma anuncie que lo que debía venir, ya ha llegado. Naranjos que se despiden de su fruto y esperan ansiosos a que su flor los poblen, en que el olor del azahar llene cada rincón, cada callejón, en definitiva, en que sea una delicia caminar por la calle San Vicente o por el barrio de Heliópolis, respirar y sentir como el espíritu de la Sevilla romántica entra en tu cuerpo.
Una Sevilla, que aún no es barroca, que está en ese tiempo en el que se cambia de vestido y se empieza a poner guapa, en la que se empieza a preparar para ser la Diosa de occidente, el centro del mundo. Una ciudad donde se empieza a hablar en las calles, en las barras de un bar, de esos temas que sólo tienen sentido en estas fechas. Una ciudad, que sin estar en movimiento, se mueve; una ciudad que perdida en la atmósfera de los vacuo, se va encontrando con ella misma; una ciudad que reflejada en su río, se mira en el espejo de su alma para encontrar su propia esencia. Esa esencia que es la que permite que la ciudad sobreviva cuando la falta de luz se empeña en destruirla. Una ciudad, en definitiva, que empieza a mostrar señales de lo que marca su termómetro.
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